En el año 3121, la humanidad había dejado de habitar planetas. Las colonias se suspendían en estaciones huecas, orbitando alrededor de soles que morían. Los antiguos bosques de la Tierra eran ya solo memorias encapsuladas en cristales de datos genéticos, las llamadas “Arcas Verdes”, fragmentos de un mundo que alguna vez respiró por sí mismo. Entre todas las arcas, solo una había sobrevivido al éxodo: el Arca Dasos. Un cilindro de biopolímero, sellado al vacío, que contenía la última semilla viva de la Tierra. Durante siglos, permaneció dormida, alimentada por nutrientes sintetizados y rodeada de rezos mecánicos que pulsaban como un corazón artificial. La encontraron flotando en la penumbra del espacio, mientras una misión exploratoria buscaba combustible orgánico para estaciones desprovistas de energía. El ingeniero Ryn Talvek, hombre de ojos cansados y manos siempre manchadas, examinó la cápsula. La semilla latía. No en sentido poético, sino que era más bien un pulso real, irregular, antiguo como los mares que una vez cubrieron la Tierra.
Decidió activarla en el laboratorio de la nave espacial “Koralith”. Las cámaras se llenaron de un resplandor verdoso, húmedo y dulce, como si la semilla respirara el cosmos. Tres días después, el suelo comenzó a moverse. Una inquietud silenciosa creció entre la tripulación; sentían un zumbido apenas audible, y algo vivo se incorporó, tirando de la gravedad con raíces que parecían buscar los muros. De la cápsula brotaron raíces como nervios, fibras nerviosas que se enroscaban con un propósito silencioso. Las paredes metálicas se cubrieron de corteza respirante. Cada hoja exhalaba un vapor dulce que olía a lluvia y tierra mojada. Las ramas se torcieron hasta adoptar una forma antropomórfica. Se estaba formando un ser alto, compuesto de savia y fibra vegetal que emitía una luz dorada y temblorosa.
Ryn lo llamó “Ent”, como el gigante hombre-árbol, personaje de un viejo libro de fantasía que leía en sus ratos libres.
No hablaba con palabras. Su lenguaje eran vibraciones que se transmitían a través del aire. Las máquinas de traducción intentaron descifrarlo: “Yo recuerdo la lluvia… y la caída del primer árbol”. Los demás científicos rieron, atribuyéndolo a fallas en la matriz traductora. Pero Ryn lo vio claro: Ent no estaba aprendiendo a hablar, estaba recordando. Su memoria era más vasta que la de cualquier biblioteca interestelar; contenía la infancia perdida de un mundo que ya no existía. Durante días, Ryn permaneció a su lado, observando cómo sus ojos absorbían la luz de los paneles. La semilla no se limitaba a existir: crecía con conciencia, con nostalgia. Los reflejos de su savia reproducían sombras de bosques antiguos, de raíces que se extendían kilómetros en el suelo terrestre que ya no había. A medida que Ent se desarrollaba, la atmósfera dentro de la Koralith cambió. El oxígeno aumentó, y un aroma húmedo y profundo invadió los conductos de ventilación. Las paredes comenzaron a florecer con enredaderas que reaccionaban al tacto, y los instrumentos eléctricos se apagaban ante la proximidad de la savia viva. Las raíces avanzaban, lentas, hacia los compartimientos de propulsión, como si el bosque buscara extender su dominio al vacío.
Durante una inspección rutinaria, Ryn descubrió algo imposible: entre las fibras vegetales se entretejían filamentos metálicos, grabados microscópicamente con símbolos antiguos. No eran naturales. Eran circuitos neuronales humanos. La semilla era un híbrido: un bosque y una máquina, memoria viva de una civilización que había intentado salvar su alma vegetal al final de los tiempos.
Ent, percibiendo la inquietud de Ryn, emitió de nuevo su vibración.
“Ustedes sembraron su miedo en mis raíces. Yo lo nutrí con tiempo. Ahora crezco en su recuerdo”.
Ryn se quedó en silencio, entendiendo que cada hoja contenía la esencia de un planeta muerto, cada rama un suspiro de lluvia olvidada, cada raíz un eco de antiguos habitantes que habían amado la Tierra demasiado tarde.
Una mañana, sin advertencia, las enredaderas perforaron el casco de la Koralith; afortunadamente, los mecanismos de seguridad sellaron los compartimientos perforados. Pero para ese entonces, emergió a una atmósfera luminosa y cálida, compuesta de bioluz y esporas flotantes antes de que el vacío se los llevara. Los cuerpos de los tripulantes fueron envueltos a tiempo por el follaje y absorbidos lentamente, como semillas por tierra fértil. Ryn intentó detenerlo, pero sintió cómo su piel se endurecía; sus venas se tornaban verdes, y una rama surgió de su hombro.
Antes de perder por completo su voz, grabó un último mensaje para la Confederación:
“No lo detengan. No es invasión… es recuerdo. El bosque está reconstruyendo lo que fuimos.”
Desde el exterior, los satélites registraron cómo la nave se transformaba en una esfera arbórea gigante, girando lentamente en el vacío, emanando oxígeno y un pulso vital. Ent había creado un planeta nuevo: un mundo que respiraba.
Mil años después, exploradores de la Confederación encontraron aquel mundo flotante, un paraíso imposible en medio de la nada. Los escáneres detectaron vida consciente: árboles que caminaban, que recordaban lenguas humanas, que construían templos con ramas entrelazadas y hablaban con la voz del viento. En el corazón del bosque, bajo una torre de luz, hallaron una estatua de madera viva: un ser con forma humana, cubierto de musgo, con el rostro de Ryn Talvek. Al acercarse, la figura abrió los ojos.
“El universo no muere” —susurró—. “Solo cambia de piel. Yo soy su respiración”.
Los exploradores sintieron cómo sus trajes se cubrían de esporas. Cada célula de sus cuerpos comenzó a germinar. Uno gritó. Otro rió. Ninguno escapó. En pocas horas, la vegetación los había transformado: carne en raíces, pulmones en savia. El bosque había ganado nuevas voces en su coro. Cuando el viento sopló, los árboles cantaron una melodía humana, triste y perfecta, que resonó hasta las estrellas. A lo largo de los siglos, los viajeros espaciales evitaron el planeta. Lo llamaron “el mundo que canta”. Quienes se atrevieron a acercarse afirman que en la superficie los árboles tienen rostros. Murmuran nombres. Al posar el oído contra un tronco, se puede escuchar el latido del cosmos. Él sigue allí, inmóvil y eterno, sosteniendo la memoria de los que destruyeron los bosques. Cada hoja nueva, cada raíz que crece, recuerda que el alma no es fuego ni metal… sino raíz. Y que incluso en el vacío del espacio, la vida puede cantar, recordar, absorber y persistir, reclamando lo que alguna vez fue perdido.
El universo escucha, y el planeta responde: un canto antiguo, un susurro vegetal que atraviesa la oscuridad, eterna, imposible de olvidar.
AUTOR: FRANCISCO ARAYA PIZARRO (CHILE)
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Francisco Araya Pizarro. Nacido en 1977 en Santiago de Chile, Artista Digital, Diseñador Gráfico Web, Asesor en Marketing Digital y Community Manager para empresas privadas y ONGs asesoras de las Naciones Unidas, Crítico de Arte, Cine, Literatura, además de Investigador. Y Escritor de Ciencia Ficción, donde en su blog comparte sus relatos cortos en: www.tumblr.com/franciscoarayapizarro

 
			 
                             
                            